―Si le hablé, canté y silbé, ¿por qué murió?

Se repitió eso tantas veces Pepe Campos hasta que tras indagar en libros y tratados comprendió la principal causa del fin de su bonsái.

Era un junípero, una de esas especies de conífera que se han vuelto populares para practicar la técnica de cultivo en macetas pequeñas, que evita que el árbol adquiera su tamaño normal.

Era regalo de un amigo.

La muerte de su primer bonsái ocurrió hace cerca de 20 años, y esta mañana de sábado, en un café en el centro de Tuxtla Gutiérrez, Pepe Campos se presenta como un bonsaista ya con árboles que han ganado premios en certámenes realizados principalmente en el sur de México.

De coleta, alto y de espalda ancha, con más traza de alguien que podría pensarse se dedica también a esa otra actividad igual de mística y cautivadora de almas que es la búsqueda de orquídeas en escabrosos lugares, habla con parsimonia como si escogiera cada palabra para no violentar el ambiente.

Lo acompaña la tercera y última de sus hijas.

 

Supe de Pepe Campos por el anuncio de la XI Exposición anual que montará en los próximos días la Asociación Chiapaneca de Bonsái Kororo no mori.

Él es parte organizador.

Puntual, y acostumbrado a trabajar horas con sus arbolitos en solitarios espacios con música suave, buscó la parte menos ocupada del café y empezó a contar lo que fue de él antes de tener el primer bonsái.

Nació en Guanajuato, hace 62 años, de unos padres con gusto por la floricultura. Pero esto no quiere decir que a Pepe Campos le llamaran la atención las flores desde niño. De hecho, se ponía de mal humor cada que su padre le daba órdenes de que se pusiera a regar las plantas.

Llegó a Tuxtla Gutiérrez aproximadamente hace 30 años para hacer la especialidad de Médico familiar en uno de los hospitales del Instituto Mexicano del Seguro Social. Acompañado de su esposa de la Ciudad de México, una vez hecha la especialidad se decidió por quedarse a vivir en Chiapas.

Inquieto por naturaleza, ya buscaba alguna que otra actividad en qué ocupar sus ratos libres. Así fue como se metió a la pintura, escultura y música. Pero cada que concluía, se preguntaba qué sigue.

Quería algo más dinámico.

 

Entonces, en la búsqueda de respuesta a la muerte de su bonsái se topó con esta frase que le recordaba algo natural.

El árbol es un ser vivo y constantemente está cambiando.

Se encantó con esa dinámica.

Años después, cuando ya se dedicaba a los bonsáis, escuchó de la boca del bonsaista Robert Steven esta frase:

―A cada árbol hay que crearle su historia.

Es fascinante cómo un bonsaista hace contacto con el árbol, cada día ve su árbol y lo va conociendo y llega un momento en que éste le habla, y eso ya lo ha vivido Pepe Campos.

Cierto día rescató un arbolito de copal de un área donde se estaba abriendo un camino. Lo llevó a la casa y lo empezó a trabajar. Tenía las ramas inclinadas hacia un lado, como si un fuerte viento se las hubiera forzado.

Pepe Campos, admirador de la técnica japonesa que tiene un planteamiento netamente matemático que define la proporción y perfección del bonsái a partir del grosor del tronco o el Nebari, quería convertirlo en ese árbol perfecto que tuviese su primera rama donde tendría que ir de acuerdo al grueso de la base y ofreciera el Ojo del dragón o ese punto focal que atrapa la primera mirada del espectador. Pero el arbolito de copal se mantenía en su naturaleza.

Tras tantos intentos, Pepe Campos optó por dejarlo en un rincón.

―Quédate ahí ―dijo, apenas depositó el árbol.

Pasó el tiempo y de repente, un día, como si alguien tuviese la mirada puesta en él o como si le hubiese llegado un ligero susurro, volvió la vista hacia el copal. Lo notó atrayente, y supo lo que el árbol quería.

El copal quería convertirse en el eterno árbol que juega con el viento.

Esa técnica, de árboles o bonsái, de ramas inclinadas hacia un lado como dejando pasar un fuerte viendo, se llama Fukinagashi.

Al siguiente año el bonsái de copal se ganó el reconocimiento como uno de los mejores árboles participantes en un certamen regional.

 

En esta parte de la plática Pepe Campos, quien ha soltado una carcajada como festejo a ese momento en que comprendió lo que quería el copal, cuenta que este árbol fue obtenido a través de una técnica japonesa conocida como Yamadori, que es rescatar árboles que serán afectados por obras o que son especies que no han crecido o han sido dañados por otras acciones.

Se corta la tierra en derredor del árbol y se extrae en conjunto para trasladarlo hacia otro lugar, principalmente a los espacios donde trabaja el bonsaista. En un momento, valiéndose de esta técnica, los japoneses llegaron a saquear sus bosques, por lo que se tuvo que legislar para evitar se afectaran los árboles viejos y en buen estado.

Kunio Kobayashi y Masahiko Kumari son dos de los principales exponentes de la técnica Yamadori. Han roto paradigmas en un país donde existen bonsais que alcanzan los 400 años, de entre los más viejos que se tienen registro en el mundo. En México, los bonsais más viejos datan de los años del porfiriato.

Porfirio Díaz contrató los servicios del floricultor japonés Tatsugoro, quien llenó la Ciudad de México de jacarandas y existe en el municipio de Fortín de las Flores, del estado de Veracruz, un museo de bonsái con su nombre. En ese museo se han realizado certámenes en los que ha participado Pepe Campos con unos ejemplares, algunos de los cuales estarán en la exposición de 70 u 80 piezas los días 26, 27 y 28 de septiembre en la galería de la rectoría de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (Unicach).

 

¿Cuántos bonsaistas habrá en Chiapas?

Regularmente los bonsaistas trabajan de manera individual, responde Pepe Campos.

No se puede dar una cifra exacta porque de repente aparece alguien y te cuenta que hace bonsái.

Ese bonsái considerado como una actividad de carácter espiritual.

Pero aquí Pepe Campos relata que el bonsái no siempre estuvo acompañado de esa manifestación de espiritualidad, sino hasta que los monjes chinos le dieron ese aura de misticismo.

El bonsái ―que su traducción literal es árbol en maceta―  viene de tiempos remotos. En las pinturas egipcias se observan figuras de árboles en macetas. También en las mesopotámicas. Luego en la India. Hay teorías que sostienen que al llegar el bonsái en China, primero lo cultivaron los curanderos, porque de esa manera llevaban de un lado para otro, en un reino tan grande y amplio, sus plantas medicinales. Luego, con la participación de los monjes chinos, habría llegado a Japón, ya con ese carácter de actividad espiritual.

Y Japón es el que lo da a conocer al mundo.

 

Pero hay que dejar en claro que hablando de bonsái, del 100 por ciento de tiempo que se le dedica, el 80 corresponde al cultivo y el 20 a la técnica de cuidado.

Un bonsái requiere de mucho cuidado. Tiene que parecer un árbol viejo en maceta adecuada.

Es interesante el contacto del bonsaista con el árbol.

Se crea un microambiente.

Pepe Campos, quien tiene más de cien bonsái en su casa, sonríe. Trae a mente una escena ya común en su vida.

Está él en medio de sus árboles, se oye música de la corriente Nueva Era, mueve con mucho cuidado una tijera, no recuerda cuántas horas han pasado desde que este día se acercó a los bonsái. Alcanza a escuchar que lo llaman a la mesa de la comida.

Habla, canta y silba a sus bonsáis.

También les pone música.

Cuando viaja a algún concurso, consigue una camioneta especial para trasladar los bonsái que competirán. Cuida el clima, el ambiente, para que no se estresen las plantas. Y cuando sale de vacaciones a algún lugar, siempre busca a una persona que sabe de bonsái, porque eso sí, no cualquiera saber regar un bonsái.

Y en esta parte recuerda una anécdota de lo ocurrido a un bonsaista mexicano que un día visitó al maestro japonés Kunio Kobayashi en su jardín. Apenas llegó a su destino, el mexicano quiso saber si podía empezar a trabajar con algún bonsái. Para su sorpresa escuchó esta orden nada común.

En jardín hay grava regada. Vaya, cójalos cada una y sepárelas por color.

El mexicano, rebullendo de malestar en su interior, no tardó en verse a gatas recogiendo gravas en el jardín de uno de los famosos bonsaistas del mundo. Había que cultivar primero la paciencia, antes que saber cultivar un bonsái.

Porque el bonsái es también eso: el espíritu de paciencia.

Con el bonsái se quita el enojo, hay atención plena y mayor claridad en la vida.

 

Pepe Campos tiene, entre sus árboles más viejos, un bonsái de tamarindo de unos 24 años.

Ese arbolito ya da frutos.

Nació de una semilla que plantó su hija y cuando hace cerca de 20 años que empezó en el mundo del bonsái, comenzó a cultivarlo con la técnica.

Porque se puede trabajar el bonsái a partir de varias maneras de obtener la planta. O se siembra la semilla, o se compra el plantón, se compra el pre bonsái, se adquiere el bonsái o se practica el yamadori.

De ahí, el bonsaista puede ceñirse a la tendencia que maneje, porque hay bonsái japonés, chino, coreano.

También hay europeo, sólo que es comercial.

―Pero yo no vendo bonsái ―advierte Pepe Campos.

Y no tarda en agregar que el bonsaista es amigo del bonsái y no dueño. Cuando alguien te da un bonsái lo que realmente hace es prestártelo. Se dice que cada árbol tiene guardianes, y si lo regalas, se enojan los espíritus.

―Es un ser vivo ―recuerda.

Entonces, le pregunto si a estas alturas ya tiene un diagnóstico de por qué murió su primer bonsái.

―Murió por la ignorancia, por no saber cómo cuidarlo ―responde, ya con la tranquilidad de alguien que ha superado un duro golpe en la vida.

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