Maximiliana Sántiz conserva esa naturalidad común en muchos niños de entablar una plática abierta con cualquier persona, pese a lo tortuoso que ha sido el camino de su vida casi la mitad de sus 25 años. Esta tarde, lleva un vestido negro con olanes que terminan imponiéndose a la vista por las flores que llevan bordadas, alegres y estéticas como si el paso del tiempo las proveyera de mayor definición en sus colores y mejor textura en su hechura. Dice que es regalo de sus tres hermanas y se trata de un vestido sencillo, no es el traje típico de Chamula. Y cuando habla del traje típico que se usa en su municipio tsotsil, sonríe, porque el giro drástico de su vida comenzó cuando ella contaba 12 años y fue justo porque sus compañeras y ella, en su comunidad de Bachén, escogieron un vestido tradicional como traje de graduación de educación primaria y no la ropa mestiza que proponía el profesor de la escuela.
Recuerda que ya casi al final de la clase un día próximo a la fecha de graduación el profesor interrumpió las actividades académicas, pidió calma a las doce alumnas y a los dos alumnos y comenzó a hablar del tipo de uniforme en el que había concluido tras días de cavilación. Cuando en el salón se escuchó la propuesta las alumnas se miraron entre ellas, algunas bajaron la mirada y otras apenas reprimieron cierto gesto de rechazo. El profesor proponía ropa blanca y les anunciaba que en breve se haría una reunión con los padres para darles a conocer la decisión. A la salida, las niñas consensuaron su rechazo a la imposición y decidieron por una blusa azul y la falda negra de lana de borrego, componentes del traje típico, y cada una marchó a su casa, por los atajos y veredas que se abrían entre amplios terrenos, con la consigna de anunciar a los padres que el traje de graduación sería una blusa azul marino y ya había que comprarla. Maximiliana obtuvo el dinero y fue en busca de la blusa.
Pero la treta se descubrió el día de la junta del profesor y el director de la escuela con los padres de familia. Los encargados de la escuela informaron que se había decidido por un traje de corte mestizo, con blusa blanca para mujeres y camisa de mismo color para los dos egresados. ¿Cómo? Preguntaban los padres, sorprendidos por el anuncio. Domingo Sántiz Ruiz, el padre de Maximiliana, era de los que preguntaban. En su casa ya se había comprado la blusa azul marino para la hija que estaba por concluir el sexto grado de primaria. Entre engañados y sorprendidos los participantes en la junta terminaron por aceptar que en la ceremonia de graduación se usara traje tradicional.
Apenas entró a su casa, Domingo Sántiz estalló. Apenas se contuvo para no golpear a Maximiliana, pero soltó la sentencia: Maximiliana ya no estudia. Ya no habrá secundaria para ella, soltó la orden a la esposa. Maximiliana sintió como si algo se colapsara en su interior, que se derrumbaba y golpeaba hasta en el fondo de donde emergían las lágrimas. Las aguantó como pudo, tuvo la sensación de estar sola: miró el interior de la casa: la esquina donde se guardaba la ropa, la esquina donde dormían los dos hermanos, la esquina donde dormían los padres y la esquina donde dormía ella junto con la hermana mayor y las dos menores. En medio estaba vacía la mesa que servía de comedor. Observó el techo de tejas y recorrió lentamente las cuatro paredes de bloc. Éstas, las que le habían brindado calor y cobijo, las sentía ahora oprimentes. Se esforzó por imaginar la libertad que se respiraba allá afuera, en medio del campo quebrado moteado de casas de una sola pieza llamado paraje Bachén.
Quería estudiar y se lo hizo saber a la mamá. Cuando llegó la fecha de las inscripciones a la escuela secundaria ella no fue más que una espectadora de cómo sus compañeras de primaria esperaban contentas el inicio de clases. Ella quería inscribirse pero se necesitaba de un tutor. Triste aceptó que su madre Andrea Pérez Sántiz no podía inscribirla porque no sabe leer y escribir. Entonces, ella urdió un plan: convenció a su madre que la dejara marcharse del paraje a la ciudad de San Cristóbal de Las Casas. Pero antes ya había hecho lo mismo con su hermano Marcelino, quien próximamente iría a estudiar también la secundaria a esa ciudad. Lo había convencido y él se había declarado dispuesto a sacar a escondidas de la comunidad a la hermana.
Era julio. Su padre Domingo Sántiz dormía profundo en su esquina. La madre estaba despierta. Tras intercambiar algunas palabras de despedida con ella, Maximiliana se escabulló de la puerta con una mochilita y una carpeta de sus documentos en la misma. Como no había mucha ropa, dice ahora entre risas, no hubo necesidad de hacer maleta. Era las cuatro de la madrugada. Apenas salió de la casa, tras Marcelino, sintió que la penumbra que cernía sobre el paraje era del tamaño de su tristeza que sentía por dejar a su familia. ¿Qué pasará con mi familia?, se había estado preguntando durante toda la noche que duró su vigilia. Pero empezó a caminar y se metió a la vereda que la llevaría a una carretera. Dando trompicones y premonitorios tumbos se fue abriendo paso en la oscuridad durante unos veinte minutos hasta llegar al camino donde tomaría una camioneta de transporte rumbo a la ciudad.
Llegaron a San Cristóbal de Las Casas. Entonces buscó al hermano Flavián, el mayor de los seis hermanos, quien cursaba la preparatoria en la ciudad. Fue para pedirle le sirviera de tutor para inscribirse en la secundaria técnica de nombre José María Morelos y Pavón, uno de los héroes de la libertad y la independencia en México. Se inscribió en la institución, consiguió un espacio para dormir en el mismo edificio donde pagaban por un alquiler sus dos hermanos que contaban, principalmente el mayor, con el respaldo del padre, y se dispuso a buscar trabajo. Empezó a servir de mesera en una cocina económica, bajo un salario de 15 pesos diarios, mismos que le servirían para comprarse los útiles escolares y adquirir lo poco que pudiera llevarse al estómago para no pasar hambre en las noches.
Empezaron las clases. Caminaba entre veinte a treinta minutos de la casa a la escuela. Se paraba a las cinco y media para arreglarse y partir al trabajo que iniciaba a las siete. Su horario escolar era de cuatro de la tarde a las diez de la noche. Ella había querido estudiar en la misma secundaria con su hermano, pero dado a que él ya tenía dieciséis años no fue aceptado y tuvo que matricularse en otra escuela. Eso orilló a que Maximiliana caminara sola de la escuela a la casa, porque casi siempre se mantuvo sola en la escuela. En los ratos libres entre clases o a la salida, lejos de sentir la calidez de alguna que otra amistad o de aceptación, tenía que soportar maltratos. Un grupo de sus compañeras le decía loca, india y otras palabras que ella aún no comprendía porque apenas hablaba español. La niña que nació un año antes de que en Chiapas se alzara el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que entre otras causas enarbola el respeto a los pueblos indígenas, escuchaba de lunes a viernes, de la boca de unas compañeras, que la ciudad no es para indias. La empujaban. La hacían llorar.
–Me hacían bullying – dice.
–¿Y se quejó?
–Los maestros veían lo que me hacían mis compañeros y hacían como si no miraran.
En el hospedaje, Maximiliana se sentaba a estudiar y cerraba los libros y cuadernos a las dos o tres de la mañana. Vivía en un pequeño rincón que quedaba junto a un pasillo. Sus hermanos alquilaban un cuarto en la parte alta y no la invitaban porque habían crecido con la idea de que no era correcto que ella estuviera con ellos en un espacio encerrado. Al año la invitaron a instalarse en el cuarto cuando les empezó a hacer el aseo y cocinarles y cooperarles para la cena. Pero ella cree que el cuartito del pasillo fue el mejor espacio que ella pudo tener en ese momento para estudiar porque mantenía la luz prendida a altas horas y había empezado a poner en práctica lo que ella considera ha sido su método de vida para alcanzar sus metas: dormir poco para estudiar y no reprobar, comer bien para estar saludable y trabajar para mantenerse y seguir en la meta que uno se ha trazado.
Se torna seria, cuando platica sobre su filosofía de vida. Baja algo la voz cuando dice que eso lo adquirió de una manera dolorosa: un día, lloraba una vez más tras las vejaciones por parte de sus compañeras de escuela, cuando se sintió llena de rabia. La mesa, en un restaurante que queda cerca de la colonia donde ella vive en el oriente de Tuxtla Gutiérrez, adquiere cierto aire de misticismo mientras ella musita. Mientras se secaba las lágrimas, ella se dijo: Tú tienes que ser mejor persona que ellas, tienes que ser mejor. Y como un desafío para sí misma, pronunció entre dientes: Ya veremos. A partir de esa noche, llegaba a su cuarto y se instalaba para estudiar: si tenía sueño, estudiaba; si llegaba el cansancio, estudiaba; si llegaba el desaliento, estudiaba. Abría su cuaderno de apuntes y se iba directo a las palabras desconocidas que ese día había escuchado y anotado; tomaba el diccionario de su hermano Marcelino y se ponía a investigar. Así fue ampliando su glosario de español.
Llegó un nuevo trabajo y un nuevo salario: treinta pesos diarios como ayudante de cocina. Luego otra oferta: cincuenta pesos diarios como empleada doméstica. Aceptó el trabajo porque necesitaba ganar más para costearse los gastos de la escuela. Este último trabajo le dejó un dolor que no aguantó más y lo contó siete años después. A sus catorce años fue abusada sexualmente por el dueño de la casa. Tras hablar de los temores que la llevaron a no denunciar judicialmente el caso, Maximiliana platica que eso fue uno de los casos que marcaron su vida en la secundaria, porque la preparatoria vendría a ser en su vida otra etapa de dificultades y sinsabores. ¡La preparatoria es otra historia!, exclama. A sus quince años, presentó examen y quedó inscrita en la preparatoria cinco de la capital de Chiapas.
De la preparatoria, sí recuerda los nombres de las personas que la humillaban. Le destrozaban sus cosas: no pocas veces rescató su mochila escolar del tacho de la basura, varias veces vio sus apuntes y libros hechos pedazos entre la basura. Un día se compró un celular sencillo para mantenerse comunicada con sus hermanos, el mayor ya estudiaba Ingeniería Civil en Tuxtla Gutiérrez y Marcelino había regresado con esposa al paraje Bachén, y no tardó en encontrarlo hecho pedazos en medio de la basura. Ese día ya no lloró. Se encaminó a la Dirección del plantel e interpuso la queja. En un país donde se reviste de severidad al eufemismo, el encargado de la escuela se reacomodó sobre la silla, puso manos sobre el escritorio y se afinó la voz para pontificar: Ya no te preocupes, a partir de hoy tendremos más cuidado para que ya no ocurran esas cosas en nuestra escuela.
Maximiliana Sántiz es una mujer que, con sus veinticinco años, por cumplir veintiséis porque nació en octubre, y ya con carrera de Arquitecta, ha aprendido a reírse de esos obstáculos que ha tenido que sortear en la vida. Por ello, ahora se suelta a reír. Dice que aquello de ya tendremos más cuidado y estaremos pendientes de ti de la escuela jamás llegó. Los muchachos seguían haciendo de las suyas, la seguían ofendiendo, le destrozaban sus cosas. Hasta un maestro, quien la veía sola, desprotegida, buscó acercamientos íntimos con ella. No, respondió. Lo mejor era seguir con la escuela y ya tenía en mente lo que quería estudiar: Arquitectura. Sí, arquitectura. ¿Quieres saber por qué elegí esa carrera? Por mi papá. Bueno, él me contaba, de niña, que cuando era chamaco fue peón, que luego anduvo por Tabasco y todo Chiapas trabajando en la construcción de edificios. Y como yo tenía mis libros de primaria y veía casas y construcciones, yo decía quisiera ser una persona que construya casas como esas. Y mi papá me contaba y yo me imaginaba en esos trabajos. Mi papá trabajó en la construcción de la presa La Angostura.
En esta parte, cuando habla de las aventuras de su padre, refulgen los ojos de Maximiliana. Porque Maximiliana mantiene una relación armoniosa con sus padres desde poco antes que terminara la preparatoria. Tras un distanciamiento de años con su padre por la salida del hogar sin su permiso y las habladurías de familiares paternos —la llamaban la vergüenza de la familia y señalaban a Domingo Sántiz de no haber tenido el suficiente valor de imponerle el orden a su hija, a quien la llamaban la oveja negra por haber impuesto su gusto por el estudio— Maximiliana dice ahora que, además de la carrera profesional que ha alcanzado, los más maravilloso que ha sentido y tenido es cuando sus padres la buscaron y hablaron con ella: que la animaban a continuar con sus estudios, que había hecho lo mejor y que estaban con ella. Y su emoción fue tal, cuando supo que su padre salía tajante, con autoridad, ante cualquiera que se atreviera a cuestionar la decisión de su hijita Maximiliana en la comunidad.
Inició con el respaldo moral de sus padres en la universidad, a donde llegó tras segundo intento. En la primera no aprobó el examen de admisión en la Universidad Autónoma de Chiapas. Lloró, y se le vino a la mente lo que sus compañeros y maestros de los últimos semestres de la preparatoria le decían: que no iba a poder, que no tendría para costearse la carrera, que Arquitectura era de las carreras más difíciles. Pero ella estaba convencida que podía y contaba con el respaldo de una familia que la había adoptado recientemente en Tuxtla Gutiérrez. Era la familia de la profesora Elianeth, de la preparatoria, quien la había invitado a vivir a su casa y ofrecido el respaldo para que continuara con sus estudios. Para salir de duda, tras no haber aprobado el examen de admisión, visitó universidades privadas para enterarse del costo de la carrera. Regresaba desanimada por los precios. Entonces presentó de nuevo el examen de admisión en la misma universidad y aprobó. Así fue, tras años de dificultades, concluyó la carrera de Arquitectura con un proyecto de tesis de diseño arquitectónico de una nave para el mercadeo de productos naturales en el municipio indígena de Tzimol. Admiradora del arquitecto mexicano Luis Barragán y sus obras, Maximiliana, quien ahora apoya a sus dos hermanas menores en sus estudios universitarios, propuso construir un edificio que contemple el adecuado empleo del paisaje y uso de los recursos naturales de la zona, salvo algunos insumos que serían llevados de fuera.
Arquitecta con obras particulares a su cargo y también colaboradora de una empresa, y con un año de matrimonio, dice que una de sus metas a no muy lejano plazo es construirles una casa a sus padres en el paraje Bachén. Será, dice, una casa que se construya con materiales que salgan de la zona. Así se genera empleo en la comunidad y se utiliza un material con una resistencia acorde al territorio. Levanta la vista, se la observa meditabunda. Se interrumpe: comenta que la de su papá será una casa funcional con un diseño arquitectónico atractivo. ¿Alguna otra meta? Sí. Tendré mi propia empresa dentro de unos años. Asiente con la cabeza. Sonríe, con la certeza de alguien que ha descubierto el camino para lograrlo.