Jere X

El niño que perdió su mundo

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Jere_capitulo10/SolesteView/Diseño Jhony Galván

Los primeros habitantes despoblaron de árboles el lugar que poco a poco fue adquiriendo la extensión y formalidad de un pueblo con su templo, con sus días de feria en la primavera y espacios de reunión, porque en un principio no reinaba más que la unidad, que cuando llegaba un forastero dispuesto a quedarse todos los hombres cooperaban para acercar maderas, palmas silvestres, caña brava y frescas y largas tiras de cáscara de caulote para construir una galera, mientras las mujeres, coordinadas por la que construyó la primera choza con su hijo, preparaban los alimentos.

Cada que alguien o una nueva familia se instalaba era motivo suficiente para que todos los moradores festejaran, pero la ceremonia más grande sucedía cada viernes y sábado de la primera semana de abril previo preparativo una semana antes, porque así se había instaurado con los primeros que llegaron, pero la causa real de semejante festejo no era más que la celebración del cumpleaños del hijo de la mujer que había preferido seguir habitando durante muchos años en una choza sencilla.

Con el tiempo, de la feria fueron partícipes la marimba, el violín, el acordeón, la guitarra, el tambor y la flauta de carrizo, pero desde un inicio eran parte importante los fuegos artificiales, porque había alguien diestro en el manejo de la pólvora, y las comilonas: unos días antes la mujer de la choza se hacía de una dotación de una variedad de carnes sin que se supiera de dónde provenía: había de cerdo, venado, vaca, jabalí, tapir, tepezcuintle, mapache, tejón, armadillo.

Eso sí, al día siguiente de concluida la fiesta no se encontraba ni siquiera un pedazo de carne en el patio, donde regularmente se observaba un tendal de carne seca en vísperas, o dentro de la choza. Era como si los convidados hubiesen consumido justo lo que había. Desaparecía todo rastro y la construcción de techo de palmas y cerco de cintas de caña volvía a lo ordinario.

La mujer, alta, ancha, carirredonda y de trenzas, que no perdía firmeza pese a sus años, iba y venía, acudía a los llamados de las vecinas para curar dolencias, atendía partos, volvía del monte con un manojo de hierbas, se marchaba con un cesto en la cabeza, retornaba por las tardes con un costalillo que se suponía de compras, y así siempre hasta que los hombres y las mujeres que llegaron primero se fueron muriendo y los hijos y los nietos perdieron deferencia hacia la señora, aunque siguieron festejando cada primer fin de semana de abril pero ya sin la comida en la choza.

Por eso, nadie supo el día que la mujer y el hijo se marcharon del pueblo. Dejaron entreabierta la puerta y no porque fuesen a regresar pronto sino porque tenían la certeza de que nadie se tomaría la molestia de asomarse siquiera.

Cuánta razón, porque tampoco nadie recuerda cuándo se precipitó al suelo la choza abandonada y se pudrió hasta desaparecer por completo, que por más que se quiera saber del lugar específico donde estuvo es como buscar en lo incierto. Lo último que escuché es que fue por esta zona.

 

*Continúa

 

 

 

 

 

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