Jere XXVIII

El niño que perdió su mundo

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Seguí escuchando al abuelo, mientras la primera hora de la noche anunciaba con su aire tibio e infinidad de estrellas un día caluroso.

–Lloverá en unos días –pronunció de repente.

–¿Lloverá? –repetí.

Continuó con la vista al cielo, lo escrutó de uno u otro lado y concluyó:

–Sí. Breve, pero será una lluvia copiosa.

Continuó con la mirada levantada, fija en alguna parte. Siguió observando durante un rato.

Cuando bajó la vista, miró hacia mí. Nada dijo. Se rascó la cabeza.

Supuse que me ocultaba algo. En la cercanía con él, había aprendido que cuando se llevaba la mano a la cabeza era porque algo le preocupaba. No quise preguntarle.

Si es algo grave, lo dirá, me dije.

–Luego habrá mucha calor.

Esto último lo dijo poco convencido, pero en eso se sintió una corriente de aire caliente. Llegó desde la parte baja.

El abuelo miró hacia el conjunto de cerros de los que sobresalía una punta inclinada un poco en dirección a mi pueblo. En la oscuridad se veía como el asomo de un animal siniestro.

Trataba de encontrarle el parecido con la forma de algún ser viviente, cuando el abuelo advirtió que se estaba moviendo.

Fijé la mirada en la masa oscura pero no advertí en ella siquiera un ligero espasmo, salvo una breve sacudida bajo mis pies.

–El volcán –dijo el abuelo.

*Continúa…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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