Se supo de repente que a cien kilómetros de Tuxtla Gutiérrez, en el sur de México, había un elefante. Era del tipo africano de bosque y oscuro, aunque por su tamaño de tres metros de altura y casi seis metros de largo se semejaba más a uno de la especie asiática. Ya corrían los días de verano y la gente, la que pasaba sobre la carretera que comunica a Tuxtla Gutiérrez con Comitán, dos de las principales ciudades de Chiapas, se preguntaba qué andaba haciendo un paquidermo metido al fondo de un amplio galerón, con ese aire de siglos de sabiduría contenida. No faltó quien le tomara fotos y las subiera a las redes sociales, y empezó a correr también la voz sobre la vida del dueño Filemón Aguilar Díaz.

Y ahora que estamos aquí, un sábado de agosto, en La Gloria, comunidad del municipio Venustiano Carranza, del elefante ni las huellas. El fotógrafo mira a todas partes, entre casas, en los cercos y en los campos, pero nada. A unos cien metros de la casa de Filemón Aguilar Díaz no se oye más que el borboteo de un arroyo que corre entre árboles de abundante follaje. Y si se levanta la vista desde la carretera, aquí cerca hay pastizales, allá en la parte alta hay manchones de bosque bajo y del lado del valle se ve que éste no se interrumpe hasta dar con las aguas del embalse La Angostura. Suficiente alimento para un elefante que regularmente consume 80 o 90 litros de agua y 250 a 300 kilos de hierbas y follajes al día.

–El elefante, ya no está –suelta como un mazazo un hombre al que encontramos en la puerta de acceso al taller de Idearte monchito.

–¿Ya no está? –repetimos sorprendidos.

El hombre dice que no con la cabeza.

–¿Y dónde está? –pregunta alguien mientras nos miramos desencantados.

–Se lo llevaron.

El hombre con quien nos hemos topado es el mismísimo Filemón Aguilar Díaz. Está montado en una motocicleta, quizá llegando al taller o saliendo, y nos da la noticia de que el elefante fue comprado por un hacendado.

–Se llevó el grande y luego vino por el pequeño.

–¿Había un pequeño?

Asiente el hombre.

–¿Y cuándo ocurrió?

–El grande se fue hace como un mes; el pequeño, hace tres días.

Y para reforzar lo que acaba de decir, Filemón Aguilar Díaz nos extiende el teléfono celular con la pantalla activada. Están el elefante adulto y el pequeño, uno junto al otro, majestuosos, adornando el jardín principal de una ranchería.

A diferencia de la gestación de un elefante natural, que tarda 22 semanas, el elefante de Filemón Díaz le llevó 30 días-trabajo para gestarse, nacer y alcanzar la edad adulta, aunque también podría decirse que el elefante de La Gloria se empezó a gestar desde el año 2000, cuando su creador se detuvo alelado en la ciudad de Comitán, a una hora de aquí, frente a unos muchachillos que dibujaban a lápiz en la puerta del Taller la Rueda del maestro Bernabé. A Filemón Aguilar lo hipnotizó una mano que deslizaba con parsimonia el grafito para terminar una forma y luego definir el acabado. Le gustó, y cuando volvió a su casa, entonces vivía aún con sus padres en Pujiltic, a unos kilómetros de La Gloria, anunció que estaba por tomar un taller de dibujo a técnica seca. Viajaba dos veces a la semana, y cuando hubo avanzado se pasó al taller de la Galería Dalí con la maestra Aurora, quien unos meses después le pidió lo supliera al frente de un taller con niños y niñas del municipio indígena de Tzimol. Así, entre llamadas de atención del abuelo materno Félix, quien le decía que mejor se pusiera a vender carne y verduras, porque en eso estaba lo suyo, comenzó la vida de dibujante y artista de Filemón Aguilar Díaz.

Tiene 42 años. Nació en la ciudad de Comitán pero a los cinco años partió con sus padres y sus tres hermanas a vivir a Pujiltic, en la zona de la industria azucarera. En ese pueblo, ya casi acostumbrado a esa lloviznita de tizne y bagazo que soltaban por las chimeneas las grandes naves de la empresa, pasó a vivir a La Gloria hará unos 18 años, siete años más del tiempo que lleva casado. Su padre, comerciante de carne de cerdo, verduras y obrero, tuvo la oportunidad de comprar a bajo precio un amplio terreno en esta localidad y se vino a vivir con toda la familia. Este terreno, donde se levantan la casa de dos plantas a medio terminar de Filemón, una pequeña tienda de abarrotes y el amplio galerón del taller Idearte Monchito, fue regalo de su padre. Formado y acostumbrado a trabajar en lo suyo, un día Filemón dijo a su progenitor que ya quería contar con algo que fuera de él. Entonces, Salomón Aguilar Morales le cedió el terreno que es de 10 por 25 metros y queda junto a la carretera. Posteriormente le otorgó otro pedazo que queda tras la casa y al fondo del taller donde este mediodía Filemón está ultimando detalles de dos motocicletas que servirán para columpios.

 

El taller de Idearte Monchito, monchito por la terminación de los nombres Salomón y Filemón y así como se le conoce más a Filemón en esta localidad de menos de mil habitantes, tiene más la apariencia de un pequeño parque de animales estáticos, livianos o rudos. Guacamayas, tucanes, búhos, quetzales, ranas, unicornio, peces, pelícanos, garzas. Ha habido ciervos, venados, jaguares, jirafas, cebras. Y también helicópteros, aviones y motocicletas. Un tractor está en espera de los trabajos de acabado, y apenas quede se va para el municipio de Simojovel. Las creaciones de Filemón Aguilar Díaz han encontrado acomodo y aceptación en varios municipios de Chiapas, en otros estados de la República mexicana y hasta en el extranjero. Y este día, cuenta él que fue la compra que le hizo un poblano hace cuatro años lo que lo llevó a crear más animales de llantas recicladas. Se trataba de un tucán y lo había hecho de una llanta pequeña de esas que usan las máquinas de descarga en grandes bodegas. El animal, que había creado luego de que su esposa le comentara que en la televisión había pasado un reportaje sobre un artista que daba forma a figuras de animales con llanta reciclada, atrajo la atención del comerciante poblano. ¿Cuánto por el tucán?, preguntó. Cien pesos, soltó Filemón sólo por decir algo, para no quedarse callado. En el fondo le había extrañado que el hombre había sido cautivado por un ave de caucho que estaba hasta el fondo del taller, colgado de un travesaño, como un ave salvaje desorientado que se había acercado demasiado a una casa para observar una vida doméstica. Bájalo, me lo llevo, ordenó el poblano. El primer Tucán de Filemón se fue para Puebla.

Pero el hombre se había detenido frente a la casa y el taller de Filemón Aguilar para observar unas lajas pintadas que estaban apiladas casi junto al cerco. Cada pieza tenía un paisaje o un ave dibujado por Filemón. Este era uno de los oficios en los que estaba envuelto él luego de que tomara las clases de dibujo. Antes de los 22 años ayudaba a su padre en el sacrificio de marranos en las madrugadas, de tres a cuatro de la mañana todos los días, y en la venta de verduras en las localidades cercanas desde la mañana hasta la tarde. Pero tras las clases de dibujo, además de seguir en el sacrificio de animales para la venta de carne y chicharrones, Filemón Aguilar comenzó a desempeñarse como rotulista, como dibujante en lajas y en ventanales de cristal y como pintor al óleo. Así se venía ganando la vida, hasta que creó y vendió el primer tucán. De ahí, poco a poco fue dejando las otras actividades para concentrarse en lo de las figuras de llantas, porque Filemón es de esas personas que creen que siempre se será mejor si se enfoca al oficio que mejor se sabe hacer. Empezó a buscar llantas: recorrió talacheras y lugares donde creía que encontraría llantas abandonadas; afiló cuchillos, compró pinturas y alguna que otra herramienta; e inició la creación de otros tucanes. Dice que un año y medio le llevó para aprender a cortar, darles forma y pintar con mayor arte a las figuras.

 

La llanta es dura, pero cuando sabes cortarla pasa el cuchillo suave, lo dice con la sabiduría de un hombre que de agosto de 2015 a la fecha ha trizado cientos de llantas usadas y ha embellecido las salas, los patios y los jardines de no pocas casas. Y ahora tiene una ensarta de 32 tucanes sin forma definida y sin pintar aún, suspendida en la gruesa rama de un árbol. 32 tucanes, 32 llantas pequeñas cortadas. Estos tucanes, negros completamente, pasarán, apenas queden detallados y pintados, al área de exhibición en la galera, en ese rincón que queda junto al pedazo de espacio donde están una máquina compresora, una amplia mesa de disección y el aerógrafo. Por el momento, llaman la atención como un mero montón de caucho, pero aún no tienen el encanto que ha hecho desembolsar a hombres y mujeres que han corrido con la suerte de encontrarse con una variedad de animales recién terminados, como ocurrió con aquél camionero de Durango que un día se apeó de su tráiler, entró el taller y rogó para que se le vendiera un ciervo, un venado, una cebra y una jirafa. Entonces, Filemón Aguilar se vio en aprietos, porque esos animales eran encargo de una señora que ya estaba por ir a traerlos. Pero insistió el camionero, dijo que venía de un estado tan lejano como Durango, que traía el camión vacío, que soñaba con tener esos animales en su jardín. Filemón cogió el teléfono y llamó a la señora. Explicó la situación en que se encontraba y la señora cedió para que los animales viajaran a Durango. Contento el hombre, preguntó sobre si era posible de que se le creara un Elefante. Un elefante de tamaño natural. Pero en eso, acompañado de otra persona, cambió de plática y ya no concretó lo del elefante.

 

Ese día Filemón Aguilar Díaz dijo a su esposa Judith Jazmín Moreno Hernández este hombre me ha dado una buena idea. La mujer, la madre de sus tres hijos, le regresó una sonrisa de entusiasmo. Pero antes tenía que apurarse en crear el ciervo, el venado, la cebra y la jirafa para reponerle los animales a la señora que había cedido los suyos para que se los llevara el camionero de Durango, quien le terminó comprando animales por un monto de alrededor de 12 mil pesos. Una vez terminados los encargos de la señora, quien también completó el cargamento con otros animales por un monto de 17 mil pesos, Filemón Aguilar Díaz emprendió lo que en esta plática considera la obra que le ha dado un vuelvo a su vida, con algo de dinero que había ahorrado de las ventas. El elefante. Esbozó la imagen. Tomó medidas milimétricas e hizo la proyección del tamaño que tendría su paquidermo. Tendrá tres metros de altura, cinco metros y medio de longitud y una anchura de metro y medio. Ese es el tamaño regular de una de las dos subespecies del elefante africano que llega a alcanzar un peso promedio de ocho toneladas: uno es el elefante de la sabana, el más grande y pesado, y el otro el elefante de bosque o forestal, ambos más grandes que el elefante asiático. Pero el elefante de Filemón tiene las características de un elefante de bosque, de anchas orejas y sus casi rectos colmillos de marfil. Una vez terminado el dibujo, se fue en busca de un herrero o balconero al pueblo de Pujiltic. Encargó le diseñaran un armatoste de varilla, alambrón y delgada malla de alambres. Todas las mañana pasaba al taller del balconero para consultarle si todo marchaba bien o si tenía alguna duda. Cuando estuvo listo, fue con una camionetita a la localidad vecina y se trajo la estructura.

 

Primero fue un esqueleto y estuvo colocado casi en medio de la galera, cerca de la mesa de tablones donde Filemón disecciona las llantas. Su ayudante miraba absorto por ratos a la estructura como tratando de buscar por dónde comenzaría la creación del elefante, pero Filemón se deleitaba con sólo imaginar la rugosidad que tendrían las patas, el volumen que tendría el cuerpo, la forma que tendrían la colita y las orejas, y de cómo se vería con los colmillos. Era mayo de 2019 y había que empezar a darle forma. Consiguió un andamio desmontable, explicó a su ayudante cómo cortaría las llantas y en breve comenzaron a pegar los primeros pliegues de hule cortado en el armazón que correspondía a la parte del cuerpo. Con 350 llantas pequeñas y medianas cortadas, pusieron la primera capa al elefante para que adquiriera forma y solidez, luego otra para darle rugosidad y al final completaron los detalles. El sábado 15 de junio, tras treinta días-trabajo, estaba el elefante imponente con su tamaño ya no en medio de la galera, sino en un patio despejado que queda entre el taller y la casa. Lejos de África, de Asia, en el sur de México, un país donde se estima se desecha alrededor de 40 millones de llantas al año, número aparentemente menor ante la estratosférica cifra de mil millones en el mundo, había surgido un elefante hecho de caucho, esa materia que consolidó la industria de las llantas a mediados y finales del siglo XIX. La obra de Filemón, así como ha ocurrido con las creaciones de artistas como el español Ángel Cañas y el senegalés Amadou Ba Fatoumata, quienes también han hecho arte con las llantas desechadas, estaba a la vista y su fama había empezado a recorrer distancias impensables.

 

En julio, el elefante de Filemón pasó a adornar el patio de una ranchería. El dueño de esa propiedad se interesó por el mastodonte y desembolsó treinta mil pesos. Luego volvió y se llevó también el elefante pequeño, de metro y medio de altura. Ahora, Filemón Aguilar está trabajando en la idea de crear un caballo de patas peludas. Cuando habla sobre su nuevo proyecto, observa detenidamente por un rato el patio donde estuvo el elefante. Se lo imagina, al caballo. Dice que el animal quizá alcance una altura de cuatro metros, porque será un caballo que esté parado sobre sus dos patas y relinchando. Y será una figura para la casa, porque, tras la creación del elefante, quiere convertir el terreno de su casa en un museo de sus creaciones. Será un lugar a donde llegue la gente y se tome fotos con los animales de Filemón Aguilar Díaz.

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