Quedé quieto. Agucé los oídos: entre el suave murmullo del agua pasando entre las piedras, el crepitar de hojas secas bajo el sol, el ruido de lagartijas y el aleteo de insectos, escuché el golpeteo de mi corazón. Eran latidos en sincronía con mis sentidos. Alcé la vista: una pequeña tortuga se desplazaba en el lecho seco, un reptil asomaba la cabeza desde una roca y una mariposa parda sobrevolaba en dirección al desfiladero. Olores diversos llegaron con el tibio aire: a líquenes, a agua estancada, a campo seco, a frutas podridas, a nidos de animales. Me incorporé despacio, pero al impulsarme desde el suelo, sentí algo caliente la tierra y una fina vibración de la misma. Una energía recorría mi cuerpo. Caminé al centro del río y observé que a mi paso los animales corrieron a sus guaridas. Subí a una roca y brinqué a otra. Me asomé a una charca en la que rebullían ajolotes. Salté hacia otra roca, junto a la corriente. Un mirlo posó a corta distancia, inquieto. Otro pájaro cantó desde alguna barranca, delatando presencia. Puse la mirada en el agua y mi rostro se desdibujó en el frágil espejo natural, pero no tanto como para no darme cuenta del aura felino que encerraba mi figura. Lentamente se fue definiendo, hasta completar la forma de un gato, de mi tamaño. Un atigrado, sobre una piedra. Sentí una mezcla de confusión y alegría de pertenecer a un lugar específico. Vinieron a mi mente imágenes como la vez que en mi casa vi de mi reflejo en la pared una fugaz sombra gatuna y de las huellas felinas que no pocas veces encontré en el patio. También recordé los reportes de ataques a mascotas de casas vecinas. Quise reír. Abrió desmesurado su hocico el gato. Se alborotaron unas aves, del otro lado del río. Comenzó a degradarse en sombra la forma precisa del animal, de modo que vi que se fue separando y abandonando mi cuerpo. Saltó de una piedra a otra, superó el cauce y se perdió rumbo a las montañas. Pero antes, se oyó un maullido.
Fin