Jere IV

El niño que perdió su mundo

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Poco faltó esa noche para que despertara a papá, pero no lo hice por la respuesta que en la tarde le había dado.

No sabía del gato.

Me quedé quieto en medio de la oscuridad y agucé los oídos. Había susurros debajo. Era como si el aire trajera voces lejanas.

Me concentré lo más que pude y noté que una entrecortada voz se imponía y estallaba el júbilo.

Quise saber si los ruidos provenían de casas vecinas. Me dispuse a incorporarme, y en eso estaba cuando escuché como si un tropel de animales pasó debajo de mi cama. Creí que se estremeció hasta la casa.

Me sostuve lo más que pude.

Pensé en el gato; apenas volví a la calma, me incorporé y me senté en el borde. Ya no había más que el silencio.

Tuve deseos de ir a revisar el cesto pero recordé lo que había ocurrido en la tarde. Me recosté de nuevo.

En la mañana salí a cazar lagartijas.

Había indagado que en los montes los gatos prefieren a las lagartijas para alimento.

Cacé una de dos colas.

Esa mañana no vi más que lagartijas de dos colas: iba por un lado y se cruzaba una, tomaba otro camino y veía que delante iba otra coleando, me detenía y alcanzaba a ver que dos colas se metían para el monte.

Supuse que estaba cerca de un nido de lagartijas.

―Lo más seguro ―solté más por la inercia de alguien que está atento a la narración que por interrumpir.

Jere sonrió. Detuvo su relato. Cogió la taza y sorbió lentamente el café.

―¿Y qué sigue? ―preguntó el de la mesa de al lado, quien había ordenado las bebidas para que el narrador siguiera en lo suyo.

Sigue que cuando volvía a la casa me topé con esta escena: en el patio había un alboroto de pollos y mamá regañaba en dirección al monte, con dos o tres rocas en mano. En cuanto me vio, bajé la mirada.

 

*Continúa

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