Llegué con el gato a la casa.
Mamá estaba en la cocina y papá aún tardaría en llegar, así que la única persona que vio que entré con el minino fue una de mis hermanas.
Le indiqué que guardara silencio y que mejor me ayudara a buscar algo con qué encerrarlo. Me trajo un cesto. Y estaba por decirle que con eso no, cuando escuché que se acercaba mamá.
Me llevé las manos a la espalda.
Chilló el animal.
―¿De dónde lo tomaste? ―preguntó mamá.
―Me lo dio una señora.
Mamá miró incrédula. Insistí:
―Sí, una señora. Pasó frente a la casa, creo que vende cosas: llevaba una red con algo dentro y una escoba, nueva.
En eso, maulló de nuevo el gato.
Mamá volvió la vista hacia mi hermana, cogió el cesto y me lo extendió. Toma, enciérralo donde no estorbe a nadie, veré que le digo a papá. Pero a la primera que vea que anda olfateando en la cocina, lo corro.
Tomé el canasto, me metí debajo de mi cama y encerré el gato. Estaba por salir, cuando escuché que el animal dejó escapar como una risita seca y carrasposa. Me detuve, pero ya no se oyó más que el silencio. Deduje que gruñó por cierto descontento, pero lo que más me preocupaba era que fuera a maullar cuando llegara papá, por lo que giré en dirección al cesto, alcé con cuidado el borde y deslicé mi mano para acariciarle.
―¿Jere, que te sirvan otro café? ―creí que era conveniente detenerse para tomar un respiro, porque el relato empezaba a tornarse más interesante. Había que rellenar las tazas para no interrumpir la historia en el momento de mayor arrobo. Tengo la costumbre de que cuando en una lectura empieza a asomarse ese encanto que hace sentir como si todo estuviese ocurriendo en el presente y que la trama no podría ocurrir de otra manera como lo está en ese momento con todos los sentidos puestos del lector u oyente, me detengo. Me levanto, me desperezo. Me preparo para un largo viaje. Pero esta vez, como eso no dependía de mí, no me quedó más que limitarme a mirar de soslayo mi taza vacía. Noté que el hombre de la mesa contigua, a quien antes no había prestado atención, escuchaba atento.
Jere movía suave el brazo a ras de la mesa, como si intentara alcanzar algo en la oscuridad. Tentó el pomo del azúcar, mi taza, su taza.
Discriminaba las cosas negando con la cabeza.
No estaba el gato; mejor dicho, era como si se hubiera extendido el reducido espacio que quedaba bajo el cesto; la mano jamás alcanzó a palpar al animal y tampoco el otro borde del canasto. Sentí calosfrío.
Qué haces bajo la cama, se oyó la voz de papá.
*Continúa