Corrí todo el camino hasta antes de la casa. Me detuve en la meseta desde donde había observado a la multitud de gatos que me esperaba la primera vez. Me revisé el pantaloncillo corto, la playera y los huaraches de cuero curtido, y me pasé la mano sobre el cabello. Concluí que nadie notaría que había dado una larga caminata y que había estado en lugares tan inesperados y fantásticos. Aguardé un rato mientras se serenaba mi corazón agitado. Una vez listo para retomar el camino, no pude dejar de reír por un instante; bien valía la pena aguantar una severa llamada de atención por haberme perdido durante largo tiempo. Pero cuando llegué a la casa, nadie me prestó tanta atención como para decir tuve un gran recibimiento o una clara manifestación de que llevaban días sufriendo por el hijo o el hermano perdido. Me desconcerté más, porque en aquel mundo pasé largas horas, de manera que pensé que mi retorno a la casa no ocurrió el mismo día en que partí en busca del agujero donde en víspera me había despedido de los gatos que me invitaban a seguir la ruta. Cavilaba en eso cuando escuché la pregunta de mi hermana: ¿dónde andabas? Como no respondí más que con una mirada, continuó: ¿te fuiste desde la mañana? Entonces supe que la reacción de mi familia obedecía a que ellos no habían notado nada anormal, es decir, yo no había estado más que unas horas en el campo. Quise asimilar con esto último lo que algunas veces había oído decir al abuelo, que uno es el tiempo que corre para todos y otro es el que pertenece a algunas cosas o el que se encierra en algunos momentos, de modo que en el espacio que queda entre una y otra nota del canto de un pájaro puede transcurrir una larga historia. ¿Vino abuelo al mediodía?, escuché que decía mi hermana. Mi abuelo. Seguro tendría una respuesta sobre lo que me habían obsequiado y lo que vi al abrir y arrojar la bolsa de manta.
*Continúa
