Jere XIV

El niño que perdió su mundo

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En cuanto me vieron se alborotaron, la multitud se empujó de aquí para allá; estaban en un terreno llano en el que había restos de maderas, ramas y hasta rocas que indicaban que cuando bajaba la creciente el río subía y se extendía hasta ahí, por lo que supuse que prácticamente el agujero quedaba debajo del agua durante las crecidas. Pero ahora no era temporada de lluvias, el río estaba en su nivel y las piedras que sobresalían del agua blanqueaban más con la luz del día. Todo era silencio: sólo el rumor del río se entremezclaba con el estertor de los gatos y el silbido del viento que se cortaba en las hojas de las altas y extendidas ramas y en el filo de las barrancas que se precipitaban violentas del otro lado del río. Tomó la delantera el gato atigrado, se abrió paso entre todos: vi como los otros se replegaban a su paso e iban cerrando la fila conforme avanzaba. Bajó por un caminito a la orilla del río, hacia el agujero. Maulló una vez y volvió fugaz la vista hacia mí.

Caminé tras la manada y jamás sentí miedo. Quizá albergaba la esperanza de que ante el ataque de algún animal me defenderían los gatos o que éstos irían limpiando el camino; eran muchos, creía que si no me atacaban era porque estaban de mi lado, aunque lo más seguro era que yo estaba de su lado porque no sabía porqué los andaba siguiendo, pero eso sí dentro de mí sentía que quería estar ahí, de manera que me olvidé que la noche anterior había resuelto capturar al atigrado. Avanzó la multitud una parte hacia el interior y me acerqué más. Me detuve y se detuvo, caminé y caminó. Ya la mayor parte se encontraba en el agujero.

Comprendí que desde la otra orilla no era posible ver el agujero, ni estando en medio del río ni de pie sobre la roca más alta, porque cerca del acceso se interponía como muro natural una saliente de la raíz del árbol y formaba un breve encajonado con la pared de tierra por el que avanzaba, paralelo y casi al mismo nivel que el delgado hilo de agua que se había separado del río e iba camino a la oquedad, un andador no muy ancho que al llegar a la boca del agujero doblaba abruptamente a la izquierda para continuar pegado a la pared, porque apenas entrando daba la impresión de que despegarse de la pared y caminar más sobre el lado derecho se corría el riesgo de ir al precipicio por donde se iba el agua, se sentía un vaho fresco y húmedo que venía desde abajo, a la vez que se escuchaba el rumor como de un lejano bostezo, pero de repente un soplo tibio hacía recordar que era temporada de sequía. Por mi estatura no tuve necesidad de agacharme o encogerme al cruzar el umbral, solo me aseguré que efectivamente mi cabeza no alcanzaba el techo y di por hecho que el camino sería lento y a oscuras. En eso escuché un maullido un poco más en dirección a la izquierda, por lo que deduje que el camino curvaba hacia ese lado. Me detuve para reorientarme, quise agacharme, pero como una ráfaga sentí lo que me estaba llevando a hacerlo, era el miedo, y me repuse. Cuando alcé de nuevo la mirada vi la imagen de un callejón de luciérnagas titilantes: supongo que todos los gatos habían sentido mi miedo y no sólo habían detenido sus pasos sino habían virado. Me observaban cómplices y me mostraban la continuidad del andén, a la vez que me daba cuenta de que algunas miradas estaban casi justo a mis pies. Me animé y retomé la caminata, y cuando ya había caminado lo suficiente como el haber remontado la distancia que me habían mostrado los gatos con sus miradas, observé allá al fondo una débil claridad proyectada en una pared y que se iba tornando precisa conforme yo iba avanzando. Aún estaba tratando de calcular la distancia que faltaba por recorrer para llegar a la zona de luz cuando el camino, lo sentí primero con la mano con la que iba tentaleando la pared, dobló drásticamente y me vi como si en lo que dura un parpadeo me hubieran sacado de la gruta.

 

*Continúa

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