Centro Histórico de la Ciudad de México. Cruce de la calle Regina con la avenida 20 de Noviembre.
Del organillo se escucha México lindo y querido.
Son las cuatro de la tarde.
En una de las esquinas, el organillero Alberto Contreras aguarda a sus dos compañeros, quienes pasan el gorro a los viandantes para recibir la moneda.
Lleva montado sobre un soporte metálico con cuatro llantas pequeñas el cilindro de madera y puentes de bronce. Dice que el que lleva es uno de los 75 organillos que aún quedan en la capital del país.
–¿Y cuántos organilleros hay, en la Ciudad de México?
–Según el último censo, somos 230.
Responde con la certeza de alguien que se sabe de los pocos sobrevivientes de un oficio que se extingue en el país. Lejos han quedado aquellos años donde no eran pocas las personas que andaban en las calles y avenidas con el cilindro alemán a cuestas, porque el organillo que se conoce aquí proviene de ese país europeo.
Y mientras platica, Contreras toca de nuevo México lindo y querido, parado casi a medio andador, con la imponencia de un personaje histórico y con su instrumento que lleva en la apariencia ocre tallado el largo tiempo que lleva poniéndole notas musicales al caótico barullo de la ciudad de edificios coloniales en el centro y que esta tarde, un viernes de agosto, se ofrece fresca y brumosa.
Carirredondo, moreno, ancho de complexión y alto, de traje caqui y zapatos de trotamundos, dice que hace poco un organillo abandonó las calles. Lo adquirió un diputado, un político que pagó 120 mil pesos por el instrumento.
Concluye la pieza, y Alberto retoma, con sus compañeros, el camino.
De lo que hoy junte con sus compañeros, una parte irá a los 700 pesos de cuota de alquiler del organillo. Y lo que quede, 150 pesos, 200 pesos o 250 pesos por persona, será para la comida de la casa.
Cruzan la avenida.
Poco después, como si los viejos edificios devolvieran en eco las notas musicales, se oirá de nuevo México lindo y querido.