Recuerdo cuando mis padres me contaban historias, y regularmente lo hacían a esta hora, que ya de uno dependía si se iba a la cama lleno de miedo o contento porque se había aprendido algo nuevo.
Así habló el abuelo, como dirigiéndose a mamá, mientras se doblaba sobre un viejo tronco que servía de banco, de modo que ella musitó algo y se acercó a la lumbre para avivar las llamas.
Y es propicio este café, dijo de nuevo el abuelo mientras sorbía la bebida y se cruzaba una pierna sobre la otra. Me apuré el plato de comida, porque intuí que estaba por comenzar el relato, pero antes observé que la temblorosa claridad del fuego refulgía en diamantinas miradas escondidas tras el cerco de la cocina.
–Hay personas que ven lo que visiblemente está vedado para otras –se oyó el principio.
En otros momentos no le hubiera dado importancia a lo que acababa de escuchar. Pero está vez me reacomodé sobre el banco, viré por completo hacia el abuelo, presto a escucharle.
Se oyó un murmullo de las llamas.
–¿Te has dado cuenta que este pueblo, el nuestro, es de paso?
Negué con la cabeza. Y el abuelo continuó con el relato.
El pueblo era como el nudo central de un amplio camino que se dividía en tres en la parte baja y en otros tantos en la parte alta.
De las tres veredas de la parte baja, la de en medio se enfilaba hacia el río grande pero se cortaba de tajo en sus orillas porque del otro lado iniciaba un acantilado que más allá se prolongaba en las oscuras montañas del volcán; la que quedaba a la izquierda pasaba de pueblo en pueblo e iba bordeando el río hasta que lo atravesaba con un puente colgante en una curva y se perdía más allá de los cerros; y la que se ubicaba en el otro flanco doblaba más hacia la derecha apenas se separaba de las otras y avanzaba bordeando el pueblo hasta que daba un giro casi cerrado para precipitarse también al río y continuar del otro lado entre montañas hasta remontar la más alta cumbre: este camino recorría la zona a la que nombrábamos la espalda del volcán y se dice que conectaba a una carretera.
En un principio, el pueblo no era más que una choza de descanso que había sido construida por una mujer y su hijo a la orilla del camino para hospedar a viajeros o personas de paso, quienes al trasladarse de un lugar a otro no alcanzaban a cubrir el camino en un día y tenían que descansar entre los montes o bajo los árboles. Pero de repente alguien que no tenía un destino preciso construyó otra choza y se quedó a vivir. Luego otro y luego otro, y así fue creciendo la comunidad. Llegaban sin que nadie les preguntara de dónde eran o si tenían familiares en los otros pueblos.
–¿Y nunca se supo de dónde habían llegado? –pregunté interesado.
*Continúa