―Supongo que también quieres saber por qué me dicen El Puma.
Sentado en la mesa de patio el hombre de 79 años se talla ligeramente los ojos como si buscara aclarar la vista del camino que ha andado.
―¿De quién sacó el color de los ojos?
―De ambos. Los dos [mi padre y mi madre] tenían ojos claros. No sé si sepas que los ojos azules van cambiando de tonalidades conforme pasan los años. Estos –los señala con el dedo índíce– eran azules.
Se levanta el gorro y el lacerante sol rebrilla en sus ojos verde aceituna y hace notar con cierta precisión las apenas visibles filigranas que el tiempo ha ido delineando.
―Nací en la Ciudad de México.
Museo de El Puma
―Fredy Valencia El Puma es mi nombre artístico.
Apenas lo pronuncia, sonriente, se incorpora.
Pregunta si esto, el estar en las alturas con amplia vista a la ciudad y a los manchones de bosque que sobreviven, no es la maravilla.
Este domingo de septiembre el calor reverbera a distancia y aquí, en la azotea de una casa de tres pisos en la colonia Benito Juárez de Tuxtla Gutiérrez, llegan más bocanadas de aire caliente que fresco.
Es la casa de El Puma y este espacio lo tiene ocupado con un museo personal de atletismo, donde también guarda algunos recuerdos de su lejano oficio de cantante.
Dice, ya de nuevo en la silla, que fue cuando andaba de cantante que empezaron a llamarle El Puma.
El atleta
A El Puma lo conocí primero por su fama de atleta y hoy que lo busqué, en una carrera pedestre por la alfabetización, de las primeras cosas que le escuché fue Tengo mi museo en casa; mejor, platicamos allá.
Alguien, me había advertido: Si quieres encontrarlo, búscalo en una carrera.
Y esta mañana El Puma llegó puntual a la competencia.
―Llegó El Puma ―clamó el del altavoz.
Puma, Puma, Puma, coreaban mujeres y hombres atletas.
El hombre, de un metro con 76 centímetros de altura, piel clara, de ancha espalda y amplias zancadas, atravesó el dédalo de jóvenes que le palmeaban, que le daban abrazos y le prodigaban palabras de cariño.
Con él llevaba a su hija Lucy en silla de ruedas.
Fue uno de los 841 atletas inscritos en la carrera pedestre que poco después de las siete de la mañana recorrió alrededor de cinco kilómetros del centro de la capital de Chiapas.
Él, que no cursó más que dos años de primaria, corrió junto con su hija.
No fue de los primeros en llegar a la meta, pero tampoco el último.
Casa de El Puma
Sobre la avenida Pino Suárez, en la parte alta del lado sur oriente de Tuxtla Gutiérrez la fachada con el número 19 recibe con una blanca reja metálica que deja vislumbrar un largo y sinuoso pasillo que conduce a la casa de Alfredo Flores Jaimes.
―Ese es mi nombre real ―dirá al rato El Puma poco antes de concluir la plática.
Ya al fondo una de sus nietas lo apoya con ponerle el seguro a las llantas de la silla mientras él levanta en brazos a su hija.
Ella, Lucy Flores Camacho, y la hermana de la que sigue nacieron enfermas. De manera, que de sus tres hijas de su segundo matrimonio, dos no caminan. Y ellas fueron el motivo principal para que, hace diecisiete años, se retirara de cantante.
―De repente, en el escenario, en un restaurante aquí en Tuxtla, dije: Hasta aquí llegué con esto, con la cantada. Me retiro, muchas gracias. Me dedicaré a mis hijas.
Lo dice con el aire de un padre orgulloso, ya arriba, en la azotea, tras el ascenso en escaleras de caracol.
Historia de El Puma
―Yo crecí sin mis padres.
Se oye la voz y lentamente el timbre se pierde en el rumor de la ciudad, como si se ahogara la historia.
Cuenta Alfredo Flores Jaimes que a él sus padres Guadalupe Flores Valencia y María Luisa Jaimes lo abandonaron cuando tenía seis meses de nacido.
Nació en la colonia Morelos en la Ciudad de México. Un día se pelearon sus padres y cada quien tomó rumbo desconocido.
Al niño lo dejaron con la abuela, pero la abuela murió cuando él apenas cumplía los cinco años.
Esa muerte lo envió directamente a la calle.
De niño empezó a ganarse la vida en los barrios, en las anchas avenidas.
―Ganancia fue que no empecé a drogarme.
Vendía periódicos que recogía en las oficinas de los diarios a las cuatro de la mañana.
Pero un día supo que su madre vivía en Pachuca, Hidalgo y fue a buscarla. Tocó a la puerta, se asomó una mujer blanca, de ojos claros y larga cabellera, y preguntó ¿Qué quieres? Él, con sus 19 años, no supo qué responder.
―Señora, deme la hora ―alcanzó a decir.
―Son las once y feria.
―¿No se acuerda de mí?
Cuando María Luisa Jaimes, quien estaba en compañía de un hombre y dos niños, se dio cuenta que el muchacho era su hijo, se soltó a llorar. Lo invitó a que pasara a la casa, pero Alfredo se marchó sin que volviera la vista.
Regresó a las calles.
Cantante llamado El Puma
De vuelta a las calles, consiguió una botella y un palillo y se puso a cantar en los camiones.
Llevaba un par de años cantando cuando un señor que tenía una casa de citas en la colonia Morelos en la Ciudad de México lo invitó a vivir en un pequeño espacio que quedaba al fondo del pasillo de los cuartos y salones.
Un día observaba por la rendija cuando de un portazo entró al cuarto un dueto de guitarristas apremiados porque no habían podido complacer a un cliente que les había pedido una pieza. Uno de ellos reclamaba al otro sobre el por qué no se había aprendido esa canción.
―¿Y qué canción? ―preguntó Alfredo Flores.
―¿Y qué haces tú aquí muchacho? ―preguntó el hombre que increpaba a su compañero.
Tras una breve explicación de cómo había dado en ese cuartito al fondo de la casa de citas, el muchacho preguntó de nuevo sobre cuál era la canción que los tenía en apuros.
―Ah ―soltó él entusiasmado―, ésa me la sé.
Esa canción era parte del repertorio que había ido ampliando durante el tiempo que llevaba cantando en los camiones con improvisado güiro en mano.
―Ensayemos, pues ―soltó el maestro de guitarra.
Alfredo Flores Jaimes se adelantaba o se retrasaba respecto al ritmo de la guitarra, sino es que cantaba en otro tono, a la vez que veía cómo se desdibujaba de coraje la cara del maestro de guitarra.
―A la chingada, si es que me van a andar regañando ―soltó.
―Espérate ―dijo el de la guitarra.
Cuando ya concordaron más o menos voz y guitarra fueron de nuevo con el cliente. Ese día Alfredo Flores repitió como cinco veces la misma canción. Los guitarristas le dejaron tres pesos cuando algunas cosas de comer costaban un centavo.
Entonces se fue de cantante con ellos y un día le grabaron un disco de recuerdo.
Nace El Puma
Un día Alfredo Flores Jaimes fue de nuevo en busca de su mamá.
Tenía más de 21 años y comunicó a su madre que pretendía trabajar en una zona de tolerancia en Hidalgo.
―Adelante hijo ―respondió la mamá. Ya se llevaban bien.
Entró a trabajar de mesero en un negocio y al poco ya era quien presentaba la variedad de números. La amistad con un presentador de sobrenombre El Hilachas lo llevó a convertirse en alguien que también amenizaba con canciones. Entonces alguien le habló de la necesidad de un nombre artístico.
Se convirtió en Fredy Valencia.
Empezaron a contratarlo para servir de presentador en otros negocios. Un día uno de los dueños de un negocio de desnudos en Michoacán pegó un anuncio con la indefinida estampa de un felino. Antes que iniciara el show comenzaron a gritar Puma, Puma, Puma. Sorprendido, Alfredo Flores se acercó al dueño y quiso saber de qué iba el asunto. El porqué del grito.
El dueño le explicó lo del efecto del anuncio, del dibujo que no se trataba de un Puma sino de una pantera, entonces él, quien llevaba unos cuatro meses con el nombre de Fredy Valencia, saltó al templete con micrófono en mano y soltó ¡Aquí con ustedes Fredy Valencia su amigo El Puma!
Puma, Puma, comenzó a gritar de nuevo la gente.
El Puma llega a Tuxtla
Fredy Valencia El Puma llegó a la capital de Chiapas en 1972.
Llevaba años cantando y, aparte de recuperada la relación con sus padres, un matrimonio disuelto con dos hijos.
Llegó a Tuxtla Gutiérrez como presentador de un restaurante en el centro de Tuxtla Gutiérrez. Ya como presentador registrado en la Asociación Nacional de Actores (ANDA) había trabajado en varios estados, entre los que destacan Michoacán, Sonora, Veracruz.
Luego, ya con una joven esposa de Chiapas, se fue a vivir durante unos años en Cancún, Quintana Roo, donde nacieron las dos niñas enfermas. Cuando retornó a Tuxtla trabajó en otros restaurantes hasta que una tarde se decidió por el retiro.
Muchas gracias dijo, dejó el micrófono sobre una mesita y se salió del lugar. Dice que se sintió un hombre libre.
Premios del atleta
Se levanta de la mesa.
Llega el ligero aire fresco y El Puma extiende sus largos brazos como queriendo abrazar a la ciudad en su amplitud.
Luego pasa la vista sobre una docena de macetas con flores que bordean una parte de la azotea. Deja atrás la mesa bajo una sombrilla adornada con medallas de atletismo y se dirige a su museo.
En el espacio de unos dos por tres metros, con una mesita en medio, hay un sinfín de medallas colgadas en la pared. También hay apiladas, además de trofeos y diplomas, docenas de playeras distintivos de competencias. En una ciudad donde casi cada domingo hay carrera pedestre, los domingos que no hay convocatoria El Puma sale a recorrer, con sus 79 años, un largo circuito de la ciudad.
Entrena tres veces a la semana.
Dice que aquí en Chiapas es que optó por el atletismo cuando apenas llegó.
Ahora, van cuatro años que también celebra su propia carrera. La competencia en abril, como parte de su festejo de cumpleaños, inicia en un centro deportivo y termina justo frente a su casa.
Esa es la carrera de El Puma.